Glorificar a Dios, rendirle culto y adoración ha sido siempre tarea de los santos.
Los idólatras, pretendiendo engrandecer lo que no es grande, sólo logran inferiorizarse.
No es bueno que el hombre se rebaje ante un igual, y menos ante un ser inferior, pero cuando nos humillamos ante el Ser Supremo, no menguamos, sino que crecemos, porque así nos vamos igualando a los ángeles, quienes están sujetos a la voluntad de Dios y le alaban constantemente.
«En aquel tiempo, respondiendo Jesús, dijo: Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra...» Mat.11:25.
«Alabad a Jehováh porque es bueno; porque para siempre es su misericordia.» Sal.107:1.
Hay quienes, si oran, lo hacen sólo para pedir a Dios, como si Dios fuera un sirviente puesto a su disposición; otros tal vez le alaban en sentido de adulación, para conseguir favores o evitar la justicia divina, pero a Dios no se le puede sobornar. Los verdaderos adoradores adoran al Padre en espíritu y en verdad, llevando los frutos del Espíritu Santo, cantando al Señor con alegría y dándole gracias constantemente con sinceridad.
Los momentos más sublimes que el creyente puede disfrutar, son los que pasa en comunión con Dios, rendido ante El en genuina adoración.
Porque a Dios es grata la alabanza y es digno de ella, y porque a nosotros nos engrandece y nos hace sentir bien, no perdamos tiempo; glorifiquemos a Dios constantemente en nuestras vidas.
Spmay. B. Luis, Colon, 1972
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